En tiempo de pandemia, ¡gracias propiedad intelectual!

24 abril 2020

En el Día mundial de la Propiedad Intelectual, abordamos el valor de los derechos de autor, cómo la pandemia ha transformado el mundo de las patentes y cómo sería nuestro mundo sin creatividad.

24 abril 2020

Que cuanto sucede tiene siempre algo positivo y algo negativo es una reflexión antigua y nada original. Que ambas valoraciones dependen de cada persona o de cada colectivo es, así mismo, una obviedad. La pandemia que nos tiene recluidos es un ejemplo muy claro. No incidiré en los aspectos negativos. Están en todas partes, duelen mucho porque afectan a personas y casi ninguno tiene solución. De entre los positivos permítaseme resaltar uno: nuestra capacidad intelectual. Nos hemos adaptado (a regañadientes muchas veces) a una situación inédita para la mayoría de nosotros. Y eso nos ha llevado a dos cuestiones. Una, a reflexionar con más intensidad que lo que normalmente hacemos en el día a día. Otra, a buscar fórmulas creativas para “pasar el rato”.

Sobre la reflexión, hay quien incluso ha hecho introspección, intentando conocerse mejor, buscando soluciones a problemas que, a veces, vienen de antiguo, pero que la vorágine de la vida, el día a día, nos hace aparcarlos esperando a tener tiempo para afrontarlos. Pero incluso quien no se encuentra en esa situación se ve compelido a pensar, a poner en marcha el mecanismo interior que nos ha hecho avanzar como especie: la capacidad de raciocinio. Ante situaciones diferentes no nos sirven los clichés de actuación habituales. Y así nace la segunda cuestión: la creatividad.

Alrededor de la creación intelectual se han conformado, como en casi toda actividad humana, pensamientos, discusiones y comentarios. Una de las discusiones más frecuentes versa sobre el valor de las creaciones. Más allá de los mecenas, que en numerosas ocasiones contratan al autor a mayor gloria propia que al valor de la obra, existe en general un incomprensible desdén hacia el valor de la obra. La digitalización de la vida actual ha hecho crecer de un lado, una utilización indebida, sin la contraprestación al autor que merece por su creación. Y de otro, si esa contraprestación es cara. Casi como si el autor no mereciera una remuneración porque “eso lo hace cualquiera”.

A menudo se utiliza el precio como elemento de valor, cuando en realidad el valor va mucho más allá que el precio. Por otro lado, son numerosísimos los autores muertos en la indigencia, o casi, cuyas obras alcanzan un precio elevadísimo tras su fallecimiento. Y no menos las obras atribuidas a otra persona lo que impide conocer a su creador o a su creadora.

Siempre ha existido una cierta protección al autor, sobre todo como reconocimiento social o como privilegio real, si bien este último se aplicaba más a favor de quien publicara la obra (hoy le llamaríamos editor) que del autor, de quien, en muchas ocasiones, no se conocía ni el nombre, especialmente si hablamos de libros. Las artes plásticas y la música, en cambio, sí prestaban atención al autor. Para el mecenas de turno que encargaba la obra era importante que el autor tuviera una reconocida fama. Hablamos, por tanto, del reconocimiento de las grandes “estrellas” de la creación. Es imposible saber cuántos miles de autores de obras menores habrán permanecido en el anonimato. Tan solo alguno de los miembros de las escuelas de los grandes han escrito su nombre en la historia. Y cuántas de esas obras “menores” se habrán perdido por la imposibilidad de obtener copias o por el escaso valor que para su poseedor tenía la obra. Nada surge espontáneamente así que a buen seguro hubo un primer músico que compuso lo que después sería una canción popular tradicional o un primer autor quien contó un cuento que acabaría por convertirse en tradicional. Y la intervención de numerosos autores que añadieron y quitaron compases o frases hizo que ciertas obras, adoptadas por el común de las gentes, entraran a formar parte de un patrimonio cultural anónimo cuya transmisión, las más de las veces oral, ha llegado hasta nuestros días, si bien es cierto que muchas de estas fueron recopiladas y codificadas por autores más modernos, especialmente a partir del siglo XVIII.

Existen numerosas interpretaciones acerca de cuándo nace la protección a la propiedad intelectual. La aparición de la imprenta generó la creación de normas tendentes a regular la difusión del conocimiento. El renacimiento, por otra parte, genera una necesidad de modificar los comportamientos económicos, y tratar de pasar de los gremios medievales a las industrias modernas. La primera norma regulatoria general de la que se tiene conocimiento en cuanto a la protección de la creación industrial es una ley de patentes del senado veneciano de 1474, que puede considerarse el antecedente más antiguo sobre la protección de la creación humana más allá de los privilegios reales al uso en esa época, y de los conocimientos gremiales transmitidos de generación en generación.

Pero es en el siglo XVIII cuando se introduce la noción de propiedad intelectual de forma general pero aún muy primitiva. El primer país en aplicar una legislación explícita sobre el Derecho de Autor es Inglaterra. Y ya entonces hay una controversia entre quienes consideran el derecho del autor como un derecho natural y quienes consideran que se trata de un derecho de propiedad. En España la escuela de Salamanca casi a finales de ese siglo sólo concede al autor el derecho natural en contra de un derecho de propiedad.

Y es a finales de ese siglo cuando se rompe definitivamente en dos la protección de las creaciones intelectuales, especialmente en países de derecho codificado. Los derechos que otorgan una ventaja competitiva en el comercio pasan a formar parte de la que se daría en llamar propiedad industrial. El resto de derechos que tienen menos que ver directamente con el comercio siguen la línea de la propiedad intelectual. Y así nacen los dos grandes convenios internacionales (de los que España forma parte como miembro fundador) que protegen las creaciones intelectuales, caminando cada uno de ellos por los caminos por los que venían haciéndolo los derechos que se protegen: o implicados en la industria y el comercio que engrandecen económicamente empresas y naciones o implicados en el patrimonio intangible que engrandecen culturalmente a pueblos y formas culturales.

El Convenio de la Unión de París (1883), firmado originalmente por once países, protege la propiedad industrial, a la que define en su texto original no sobre qué disciplina recae sino sobre qué objetos de Derecho deben considerarse incluidos (… les brevets d’invention, les dessins ou modeles industriels, les marques de fabrique ou de commerce et le nom commercial…), y consagra el carácter geográfico limitativo de la protección de estos derechos, firmado originariamente por diez países. Era el llamado “trato nacional” de los derechos, con una tímida internacionalización de elementos que permitieran evitar la copia y el abuso de los derechos que se derivaban de las creaciones intelectuales que protegían (invenciones, creaciones de forma, signos distintivos y nombres de empresas) y la intención de impedir que terceros se aprovecharan de estas creaciones intelectuales aunque estuvieran en otros países.

El Convenio de Berna (1886), firmado originalmente por diez países, entre cuyos promotores se encuentra Víctor Hugo, se decanta, en cambio, por la protección internacional “automática”, es decir, una obra por el hecho de su creación recibe una protección en cualquier país del mundo sin necesidad de obtener títulos habilitantes de protección país por país, como sucede en la propiedad intelectual. Tampoco existe en su texto original una definición exacta de qué disciplina protege sino que otorga protección a autores y editores de obras literarias y artísticas, que enumera de la siguiente forma:

Convenio de Berna

La evolución social ha llevado a que la redacción de ambos convenios se haya modificado. Pero la última modificación de ambos documentos data de 1979, si bien es cierto que las materias contenidas en estos dos amplísimos convenios han sido tratadas en otros textos posteriores, más centrados en algunos de los objetos de protección o la forma de dicha protección.

Nadie parecía discutir, por tanto, en el momento en que estos convenios se firmaron, e incluso en las diferentes actualizaciones o “actas” que fueron renovando los textos, el derecho que asiste al autor (o en su caso a editores, productores, intérpretes y ejecutantes) a percibir emolumentos por la puesta a disposición de la obra. Esta percepción ha ido cambiando ligeramente con el acceso al mercado de gran número de personas, con solvencia en ocasiones no muy alta, pero que desea disfrutar de lo que “se ve” en la sociedad. Una sociedad de consumo que es un gigantesco escaparate de objetos y de tentaciones, pero cuyos objetos están protegidos por patentes, por registro de marcas o por derechos de autor que los ponen fuera del alcance de una gran parte de la población.

Todo ello hace que entren en conflicto las normas que protegen los derechos de los autores y sus causahabientes con esa necesidad de consumo. Y cuando la necesidad se hace imperiosa y real el conflicto es aún más fuerte. A lo largo de esta pandemia se está acusando a las patentes de ser las causantes de que aún no se haya encontrado una medicina o una vacuna contra el coronavirus que nos ataca. En la sociedad de la aparente inmediatez del acceso al bien ofertado, se entienden mal los procesos de preparación de ese bien.

Porque detrás de cada uno de esos objetos hay un largo proceso (que en algún ámbito de la industria o de la cultura puede ser larguísimo) que va desde la concepción del mismo, pasando por la investigación de sus efectos, su preparación y fabricación hasta el escaparate. Muchos incluso son fruto de la casualidad. El famosísimo sildenafilo (el más consumido de todos los fármacos en el mundo según varios estudios) fue probado originalmente como un tratamiento contra la angina de pecho y estuvo a punto de ser rechazado por carecer de utilidad.

Si en el caso de la propiedad industrial el pago la adquisición de un objeto o la recepción de un servicio se ve con naturalidad, no exenta de intentos de picaresca “falsificadora” o imitadora , no ocurre igual con la obra protegida por la propiedad intelectual, especialmente con obras literarias, sonoras y audiovisuales. La creciente digitalización del mundo actual ha cambiado la percepción de la obra. Obtener copias es muy fácil. Y quienes obtienen copias legales de la obra se ven a sí mismos como “propietarios” de la obra, porque disponen de un ejemplar, un soporte tangible que permite acceder a la misma por cualquiera de los sentidos. Y se otorgan el derecho a disponer de esa “propiedad” compartiéndola, prestándola y restando de ese modo al creador una parte del beneficio que podría obtener con la comercialización de la obra.

Se ataca además al mundo de la cultura acusándole de ser un mundo subvencionado donde con apenas esfuerzo se consigue un rendimiento económico importantísimo. Se ignora que, como sucede en cualquier orden de la vida, por ejemplo, en el mundo del fútbol, los que obtienen un rendimiento económico elevado son una extraordinaria minoría. El resto simplemente vive o sobrevive de su trabajo. Y eso sin contar con la enorme cantidad de autores cuya autoría se desconoce, porque son otros quienes cantan su canción o interpretan su guion o firman sus libros y sus trabajos.

Hasta que llega una situación personal o colectiva que nos retira del tráfago diario, de la urgencia de vivir para producir, que nos saca de nuestro papel de homo operarius y nos pone crudamente frente a nuestro ser de homo sapiens. Cundo tenemos que entretener nuestra mente con algo más que el día a día de las labores y algún entretenimiento. Y es entonces cuando tenemos tiempo y nos apetece leer, escuchar (no solo oír) música o ver obras audiovisuales.

Y es en momentos como esta pandemia en los que somos conscientes de cómo la cultura es un pegamento social que permite reconocernos entre nosotros. Cómo hay canciones que se cantan de balcón a balcón, cómo se comentan libros entre amigos o cómo recordamos la filmoteca de nuestra vida.

Y es en este momento cuando el mundo de lo intelectual y de la cultura muestra su profundidad. Cuando sabemos que las patentes pueden ser parcialmente expropiadas para otorgar licencias de fabricación que permitan cubrir las necesidades de todo el mundo como explica nuestro compañero Juan Casulá en su artículo “El protagonismo de las patentes en tiempos de pandemia”, o que marcas reconocidas han cesado en su producción habitual para producir mascarillas y los tan escasos EPI.

O cómo los titulares de derechos sobre obras ponen gratuitamente y a disposición de todos desde las obras cinematográficas más recientes a grabaciones de obras de teatro, óperas y ballets a canciones. O componen canciones que se convierten en himnos o grabando himnos que se reproducen y los beneficios obtenidos con esa reproducción se entregan a causa humanitarias. Aunque nunca se sepa quién fue el autor de la música o de la letra de la canción popularizada por el grupo o los solistas de moda.

La cultura nos sitúa en el tiempo y en el espacio y no de cualquier manera. Es la cultura lo que permite ahora a los arqueólogos saber qué hacían nuestros antepasados, cómo y dónde lo hacían, gracias a obras artísticas que quedaron sobre piedras, paredes, papiros, pergaminos, documentos y cualquier otro soporte. Los nombres de los creadores de esas obras se han perdido en el tiempo, pero su creación ha llegado hasta nosotros para decirnos de dónde venimos y qué caminos hemos transitado.

Y es esa creatividad la que ahora nos permite alejarnos del confinamiento mediante la inmersión en grabaciones gratuitamente distribuidas del Cirque du Soleil o el Bolshoi, o en las grabaciones domésticas de nuestras cuitas, de nuestras canciones, distribuidas entre familiares y amigos gracias a inventos como los teléfonos móviles o las redes sociales, o la esperanza puesta en encontrar medicamentos que nos ayuden a superar estos difíciles momentos. El trabajo intelectual nos ha colocado en el mejor momento de nuestra historia. Y cada nuevo día es un paso más hacia un mundo mejor.

Como tuvimos ocasión de señalar en Blog Espacio H&A, la ausencia de creatividad es la base de toda distopía. Una sociedad sin creatividad, sería un mundo uniforme: un mundo invivible.

Enlace al proyecto cinematográfico creado por Grupoidex para la Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea “IPDENTICAL”: https://www.youtube.com/watch?v=UuNFIMrvNaQ

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H&A CUMPLE 40 AÑOS

Defendiendo el valor de lo intangible, aquello que nos hace únicos.

Joaquín López Bravo

Abogado.Departamento de Marcas.Director de Comunicación Nacional.

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